En el mundo, muchas niñas, niños y adolescentes ven vulnerado su derecho a estudiar debido a la necesidad de trabajar para contribuir al sustento de sus hogares.
La pobreza estructural, junto con la inseguridad alimentaria, obliga a miles de familias a tomar decisiones difíciles. Frente a este panorama, la alimentación escolar se convierte en una herramienta clave para garantizar el derecho a la educación y prevenir el trabajo infantil.
Comer bien para aprender mejor
Contar con una comida nutritiva en la escuela significa mucho más que llenar el estómago: mejora la asistencia, favorece la concentración, estimula el desarrollo físico y emocional, y reduce la deserción escolar. Para muchas familias, saber que sus hijas e hijos recibirán una comida digna en la escuela alivia la carga económica y refuerza la permanencia educativa.
Los comedores escolares son, además, espacios de equidad. Aseguran que todas las personas estudiantes, sin importar su origen, género o condición social, tengan acceso a una alimentación equilibrada, creando entornos más justos y saludables.
Una respuesta colectiva con rostro comunitario
El fortalecimiento de los programas de alimentación escolar, especialmente en zonas rurales y comunidades indígenas, debe ir de la mano con la participación activa de madres, padres, educadores y organizaciones locales. Las huertas escolares y comunitarias, el uso de productos locales, y la educación en hábitos alimenticios son parte fundamental de una respuesta sostenible.
Más escuela, menos trabajo
Reducir el trabajo infantil no es solo cuestión de leyes, sino de crear las condiciones para que niñas, niños y adolescentes puedan quedarse en la escuela. Una alimentación escolar digna y constante es una de esas condiciones esenciales.
Invertir en nutrición es invertir en igualdad de oportunidades, en salud, en inclusión y, sobre todo, en la posibilidad de que cada infancia crezca libre, protegida y con sueños posibles.